Actualidad
16 de agosto de 2023
Una mirada a la “cárcel de Bukele” desde la teoría de la pena
La prisión del 'Cecot' en El Salvador: ¿Puede la política penal de mano dura reconciliarse con los valores democráticos y los derechos humanos?
Foto: BBC Mundo.
El anuncio del hipermediático presidente de El Salvador sobre la captura de un grupo de cien colombianos, acusados de estafa y lavado de activos, tras un ultimátum de 72 horas en Twitter, nos invita nuevamente a reflexionar sobre su implacable guerra contra el crimen y, en particular, sobre el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), símbolo de su audaz política criminal.
La denominada “doctrina Bukele” ha sido el fenómeno penal del año en América Latina, con su enfoque de mano dura y recorte de garantías procesales. Los logros han sido innegables, con una drástica reducción de los crímenes violentos en más del 90%. Sin embargo, los defectos no deben pasarse por alto, especialmente cuando se habla de cientos de inocentes encarcelados en proporción a los miles de reclusos, lo que ha merecido la censura de organizaciones de derechos humanos y ya fue analizado en este blog por el prof. William Torres en abril pasado.
Pero poco se ha hablado sobre el hermetismo que envuelve a la principal prisión de esta política. Las imágenes propagandísticas muestran a cientos de hombres tatuados amontonados en patios o corriendo descalzos y sin camisa, pero las cifras públicas sobre detenidos, su situación procesal o las condiciones reales de reclusión son escasas o nulas. Solo tenemos la afirmación del presidente de que nunca saldrán de allí, que se “pudrirán” en esa prisión.
Hace poco, un reportaje de BBC Mundo arrojó cierta luz sobre el interior de esta institución. El gobierno afirma una capacidad para 40,000 presos, pero solo hay registro de dos traslados masivos, aproximadamente 2,000 por cada tanda de ingresos. Las visitas no están permitidas, ni se ofrece información sobre quienes están allí; los familiares deben recurrir a fotografías en redes sociales para ubicar a sus seres queridos. Tampoco hay oportunidades de estudio, trabajo o deporte, ni tiempo al aire libre para buscar la resocialización. Están allí para no salir.
Se sabe que la prisión tiene 256 celdas. Que cada una está formada por tres parades de cemento de 7,4 por 12,3 metros, y barrotes. Al interior, planchones de metal con camarotes de cuatro pisos, donde los presos yacen sin colchón, durmiendo sobre placas, semidesnudos, tal como se ven en las fotografías. El techo es una malla metálica con bordes filosos, que da un ambiente de panóptico de nuestros días, con custodios vigilantes desde arriba. Y cada celda tiene un pequeño fregadero y dos inodoros sin privacidad.
No se sabe el espacio disponible por recluso, pero se estima que, si la prisión estuviera llena, cada celda albergaría a 156 personas, con menos de 0,6 metros cuadrados por individuo, muy por debajo de los 3,4 metros cuadrados recomendados por el Comité Internacional de la Cruz Roja. En resumen, tras la alharaca mediática, subyace un abismo donde cuerpos vivos, pero no personas, carecen de toda esperanza de resocialización; lamentable realidad ya conocida en el concierto latinoamericano.
Es cierto que la prisión logra la desconexión mediática de los reclusos, evitando que delincan o coordinen actividades criminales desde adentro, y sirve como lugar de reproche y retribución. Pero, si bien es importante que la prisión transmita un mensaje real de intimidación y que garantice la no repetición de hechos delictivos, esto solo representa la función retributiva de la pena y los fines negativos de la prevención. Al respecto, debe tenerse en cuenta que, aunque los fines negativos no aparecen enunciados en nuestras normas, son una característica innegable de cualquier sistema penal, como lo recuerda en la maravillosa introducción a su trabajo doctoral sobre Feuerbach el prof. Luís Greco.
De modo que el éxito del modelo solo se consigue en el lado oscuro de la teoría de la pena, retribución, intimidación e inocuización; pero nada consigue en cuanto a las finalidades que legitiman el uso del poder penal: la resocialización y el reforzamiento de la confianza en el derecho.
Un lector escorado al lado más radical del funcionalismo podría objetar que también sirve para afianzar la vigencia de la norma, e incluso pueda celebrar este tipo de políticas cercanas al derecho penal del enemigo en un contexto en que la sociedad salvadoreña quiere preservarse. Sin embargo, la función de prevención general positiva no implica solamente la vigencia del tipo y de la pena, sino también la vigencia del orden justo, en este caso, imperiosamente respetuoso de la dignidad humana y de las garantías procesales.
En consecuencia, el afamado modelo salvadoreño es incompatible con el Estado constitucional y con la vigencia de un orden democrático como lo proclaman la Carta de Bogotá y el Pacto de San José, normas que dan lugar a nuestro sistema de protección regional de derechos humanos.
Es una lástima que las tendencias actuales de la política criminal solo puedan ver un lado de la teoría, muy marcado hacia lo negativo en el caso que analizamos. Es necesario profundizar en propuestas que atiendan estos aspectos, pero sin dejar de lado un ejercicio serio de política pública económica, educativa y laboral que, sin abandonar el reproche propio de la pena, abran paso a las posibilidades de prevención y resocialización.
Entonces tienen razón las posturas que ven con preocupación la doctrina de mano dura y que advierten sobre la posibilidad de que un modelo así se transforme en un régimen de persecución de inocentes y opositores. Uno ve los renders que publica BBC Mundo de las losas de metal que sirven de cama y piensa en esa otra cárcel terrible llamada La Tumba que queda en Caracas, especialmente destinada a los presos políticos. Quizás sea porque los camarotes del Cecot se parecen más las camillas de una morgue, quizás porque esta cárcel esté pensada para que no sea más que un cementerio de muertos vivientes.