Departamento de Derecho Penal y Criminología

Actualidad
4 de diciembre de 2024

¿Las sanciones eclesiásticas son un sucedáneo de las sanciones penales?

Solo los jueces penales pueden imponer penas privativas de la libertad.

Por: Yesid Reyes Alvarado, director del Departamento de Derecho Penal y Criminología

De acuerdo con la información que hasta ahora se ha hecho pública, el sacerdote jesuita Darío Chavarriaga cometió de manera reiterada actos de pederastia en contra de menores de edad que estudiaban en colegios donde él trabajaba. Pese a que no pudo ser judicialmente procesado porque cuando las víctimas revelaron esos delitos ya la acción penal estaba prescrita, la orden de la que hacía parte lo investigó por esas conductas -desde la óptica religiosa- y le impuso como castigo tanto la prohibición de ejercer públicamente labores sacerdotales como la obligación de cuidar a sus compañeros ancianos y enfermos en un inmueble destinado por los jesuitas para esos efectos. Curiosamente, después de esa condena le hizo un homenaje público por los servicios prestados en la formación de la juventud.

La existencia de ámbitos distintos de responsabilidad plantea varias inquietudes. Una de ellas, muy debatida entre los penalistas, es la de si quien comete un crimen puede ser sancionado varias veces por él, como ocurre cada vez que la Procuraduría condena a quien ya lo ha sido por un juez penal. Otra, más relevante frente a la opinión pública, es la de si la ausencia de una pena de prisión puede ser suplida por otro tipo de respuesta y, en caso afirmativo, si para que ello ocurra las dos formas de reacción deben ser de una severidad equiparable.

Como en el mencionado asunto del sacerdote pederasta el tiempo del que se disponía para perseguir penalmente sus crímenes había transcurrido (en esa época no eran imprescriptibles), la única posibilidad de que sus perversidades no quedaran en la absoluta impunidad era que la comunidad a la que pertenecía le iniciara una investigación. Frente a situaciones como esta debe tenerse en cuenta que si bien los dos procedimientos están orientados a escrutar, juzgar y reprender a quien infringe normas de conducta, difieren tanto en el grado de respeto de los derechos que constituyen el debido proceso, como en la calidad y cantidad de las sanciones que imponen.

Expresado de una manera más sencilla, dado que la reacción penal es el modo más grave de afectación a un derecho (como la libertad individual) solo puede aplicarse como culminación de un procedimiento extremadamente garantista, lo cual no ocurre con la misma intensidad en el ámbito de otros controles. Por eso la privación de la libertad (bien sea que se la llame presidio, prisión, o reclusión), sólo puede ser ordenada por un juez penal al término de un trámite seguido conforme al código que en Colombia rige esas actuaciones. Ese no es un tipo de castigo que pueda imponer un funcionario que no posea esa condición, aun cuando tenga atribuciones para evaluar y reprochar -desde una perspectiva diferente de la penal- conductas contrarias a la ley. Por ejemplo, si el alumno de una universidad roba a un profesor dentro de sus instalaciones y no se lo puede procesar penalmente porque el delito ya prescribió, el centro educativo está facultado para abrirle un expediente disciplinario, pero en ningún caso lo puede condenar a ser recluido en una de sus dependencias.

Si bien no conozco en detalle el derecho canónico, asumo que no contempla la pena privativa de la libertad, cuya imposición está reservada a autoridades judiciales que evidencian la comisión de un delito. Lo que seguramente existe es la potestad de asignarle al condenado un sitio específico para desarrollar sus labores habituales (lo cual equivale a una restricción de su capacidad de locomoción), como habría ocurrido con el aludido sacerdote al destinarlo a servir en la enfermería. Pero justamente la imposibilidad de encarcelarlo obligaba a la congregación jesuita a ser especialmente severa en su reproche por los crímenes cometidos, no solo para prevenir su repetición sino como una forma de desagravio hacia los afectados. Hacerle un homenaje público a quien ya había sido reconocido como pederasta desdibuja la sanción que se le impuso y constituye una afrenta a sus víctimas.