Departamento de Derecho Penal y Criminología

Actualidad
8 de agosto de 2024

Antijuridicidad material y activismo judicial

El verdadero problema del uso de la antijuridicidad en Colombia es que traslada conflictos políticos a los tribunales.

Por: Orlando de la Vega, profesor asistente de la Pontifica Universidad Javeriana

En Alemania, de donde tomamos el concepto, la antijuridicidad es la fundamentación negativa del injusto y se agota en la constatación de ausencia de causales de justificación. En Colombia, sin embargo, el uso local del concepto descansa en la idea de una antijuridicidad “material” que se traduce en la “efectiva” lesión del bien jurídico, una idea criticada por mi profesor alemán, Urs Kindhäuser, bajo el nombre de “paradigma de la agresión”. La Corte Suprema de Justicia de Colombia, además, reivindica su derecho de evaluar, con la ayuda de la antijuridicidad, si el legislador asoció con pena comportamientos que realmente lesionan el “derecho”, en un claro ejercicio de derecho natural. Es decir, el juez colombiano que verifica la antijuridicidad de un comportamiento no está primariamente comprometido con el análisis de las causas de justificación, sino con la constatación del menoscabo a la “sustancia” de un bien o con la evaluación del grado de legitimidad de la ley con arreglo a un “derecho” superior. En la práctica esta evaluación judicial abre la posibilidad de que un juez concluya que el supuesto de hecho de un tipo penal no es punible, en una intromisión antidemocrática en la competencia del legislador.

Posibles explicaciones a este uso local, no excluyentes entre sí, son la ausencia de Estado en amplios territorios, junto con la correspondiente miseria de sus habitantes; una tradición que se caracteriza por la imposibilidad de implementar el proyecto de vida republicano, en particular por una notoria incapacidad de hacer cumplir la ley; y la irresponsabilidad legislativa propia de un Estado débil. En ese escenario los deberes que impone la ley pueden lucir excesivos o entenderse como una carga que se distribuye inequitativamente. Por ejemplo, la prohibición de comercializar obras literarias sin los derechos patrimoniales de autor dirigida a una persona que no tiene acceso al mercado laboral o la prohibición de injuriar en un contexto de considerable irresponsabilidad en el uso de la palabra y de tolerancia con la vulgaridad. El uso local de la antijuridicidad amplía su radio de acción cuando se pretende solucionar la ausencia de Estado o la incapacidad de hacer cumplir la ley mediante la expedición de nuevas leyes. En parte por frustración, ignorancia o abierta negligencia muchas veces pretendemos, como sociedad, solucionar problemas complejos amenazando con penas desproporcionadas por su dureza; sucede en el tráfico de estupefacientes y en el porte ilegal de armas.

Tiene algo de ingenuo el uso de la antijuridicidad para suplir un Estado débil y para “corregir” situaciones de miseria e irresponsabilidad legislativa: si desconfiamos de las leyes porque el congreso está compuesto por seres humanos con simpatías limitadas en una sociedad con recursos limitados, no hay razón para confiar en las cortes, pues estas también están compuestas por seres humanos en las condiciones recién descritas. Así visto, que una ley o un concepto resuelva un conflicto social es algo aleatorio, no condicionado institucionalmente. Ahora bien, el verdadero problema del uso local de la antijuridicidad es que traslada conflictos políticos a los tribunales; es posible que ese traslado sea bienvenido en algunos casos, pero en otros no. Mi amigo Juan Pablo Mañalich me contó que una vez le oyó decir a un profesor de la Universidad de Chile, a propósito del activismo judicial, que el único problema del juez Hércules (el juez que, según cierto teórico del derecho, siempre tiene la respuesta “correcta” para todos los casos) es que fuera fascista. Fascista o no, el juez Hércules no está sujeto a la ley y, por tanto, diluye la distinción entre jurisdicción y legislación. Esa distinción, desagregada también de la administración, es hoy más valiosa que nunca, porque solo una comprensión del derecho como un conjunto de instituciones puede marcar el rumbo que solucione la ausencia de Estado (administración), la imposibilidad de aplicar la ley (jurisdicción) y la irresponsabilidad legislativa (legislación).